Desde finales del siglo pasado se habla del "milagro de Chile" o de que ese país es un oasis en América Latina. Sin embargo, las violentas protestas de los días recientes en contra del gobierno del presidente Sebastián Piñera, quien cada día que pasa ve más debilitada su gobernabilidad, son un sacudón de grandes proporciones que cuestiona el mito del país próspero y tranquilo que se consolida como potencia en la región. La gota que hizo derramar la copa fue el alza del pasaje del metro de Santiago, pero antes el gobierno había elevado las tarifas de energía y de otros servicios básicos, sin que se generaran mayores reacciones.
Hoy el problema para los chilenos, quienes se mantienen en protesta pese a la muerte de 18 manifestantes en los choques con las fuerzas del Estado, es precisamente la represión que les hace recordar las épocas de la dictadura de Augusto Pinochet, cuando no había límites en el control de las revueltas. Por eso, pese a que Piñera pidió perdón a los chilenos por no haber calculado la afectación que su política de alzas podría causar en sus bolsillos y dictó medidas contrarias para favorecer la economía doméstica, los manifestantes siguen en las calles, que cada vez reúnen concentraciones más numerosas. La desacertada declaración del mandatario acerca de que estaba en guerra, solo exacerbó los ánimos de un pueblo que no quiere volver a tener un dictador al frente del Estado.
Inclusive, las protestas han escalado hacia la exigencia de una asamblea constituyente que modifique de manera estructural las instituciones chilenas, así como el enfoque de desarrollo, un tema que no era prioritario antes para los ciudadanos, quienes vivían conformes bajo la Constitución de 1980, elaborada bajo el mandato de Pinochet. La represión actual les recuerda tanto la tragedia de aquellas épocas que ahora no se conforman con el perdón y la reversa de Piñera en sus medidas, sino que exigen cambios de alta profundidad, incluso la salida del mandatario del Palacio de la Moneda. También es un desacierto que esté llamando ahora a las reservas del Ejército para tratar de controlar el orden público.
Piñera despertó ese doloroso recuerdo entre los chilenos y desnudó una realidad que cuestiona la aparente prosperidad de ese país. De poco ha servido que prometa subir el salario mínimo, disminuir el precio de los medicamentos, elevar las pensiones o rebajar la tarifa eléctrica. Ya no es un asunto de dinero, sino de dignidad, porque sus disculpas evitaron referirse a las violaciones cometidas por agentes del Estado. Piñera tiene ahora el desafío de calmar el país sin sacrificar demasiado la estabilidad económica y la atracción de inversión. Es una lástima que pese al espejo de su vecino argentino, Mauricio Macri, el mandatario chileno haya carecido del tacto para avanzar en el bienestar ciudadano.
No podemos olvidar que antes de las revueltas chilenas América Latina vio cómo el alzamiento de los ecuatorianos, ante el fin de los subsidios a los combustibles, pusieron en riesgo el gobierno del presidente Lenín Moreno, quien también se vio obligado dar un paso atrás, pese a las consecuencias para las finanzas estatales. Hay una suerte de alzamiento en el continente de las protestas sociales, que no puede ser mirada por encima del hombro, si se quiere mantener la estabilidad. Se equivocó Piñera al tratar de atribuir la crisis al impulso dado por el régimen del venezolano Nicolás Maduro, que evidentemente no tiene la capacidad para generar movimientos sociales de esa magnitud. Eso lo único que hace es agigantar a los chavistas y otorgarles más poder del que tienen.
