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En menos de una semana, Colombia vio morir en masacres a 13 jóvenes del suroccidente del país. Toda matanza es absurda y cruel, pero estos dos episodios, uno en Cali y el otro en Samaniego (Nariño), no hay cómo calificarlos. Son incomprensibles, y cualquier explicación que se les quiera dar se queda corta ante su irracionalidad. Parecía que habíamos superado esas épocas sangrientas de finales de los 90 y comienzos de este siglo, pero todo indica que no es así, y que por el contrario la semilla del odio y de la violencia desmedida sigue viva.
En el caso más reciente, en Nariño, si bien hay hipótesis alrededor de los posibles autores del crimen, hasta el momento solo puede decirse que son de origen desconocido. Los ocho muchachos asesinados eran estudiantes, algunos de ellos universitarios, que habían regresado a su pueblo por esta época de cuarentena y decidieron reunirse el sábado en una vivienda en las afueras del pueblo, a pasar un rato de diversión. No se ve ningún motivo por el cual hayan terminado baleados, al parecer por cuatro encapuchados que luego huyeron en motocicletas.
En la masacre de Cali, en la que fueron asesinados cinco adolescentes, cuyos cuerpos torturados fueron hallados en un cañaduzal en medio de confusos hechos que requieren explicaciones, tampoco se observa motivo alguno para que hubieran sido atacados de esa manera. Aún no se sabe quiénes son los asesinos. El 10 de agosto, en Leiva (Nariño), también fueron asesinados dos estudiantes, de 12 y 17 años, cuando iban a su escuela a entregar una tarea. Sobre este último caso se afirma que las Autodefensas Gaitanistas serían los autores.
Ahora bien, aunque las autoridades los consideran hechos aislados, la realidad es que en lo que va del 2020, pese al aislamiento preventivo obligatorio decretado por el Gobierno, los grupos armados ilegales siguen actuando sin obstáculos, al punto de que la Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos tiene registro de 33 masacres en diferentes lugares del país. Podrían ser 40, ya que siete están en proceso de ser documentadas.
Lo peor es que la respuesta del Estado en todo esto es casi nula; se limita a lanzar hipótesis que, la mayor parte de las veces, se quedan sin prueba. Lo único cierto es que estos hechos ocurren en lugares dominados por disidencias de las Farc, el Eln y el Clan del Golfo, entre otras bandas criminales, que se dedican al narcotráfico, la minería ilegal, la extorsión y el contrabando. Son actividades y organizaciones que en lugar de estar diezmadas cada vez parecen más fuertes.

Todo esto pasa mientras que líderes sociales y excombatientes de las Farc en proceso de reinserción a la sociedad siguen siendo víctimas de homicidios, sin establecerse aún desde el Estado si corresponden a crímenes sistemáticos, aunque organismos de defensa de los derechos humanos sí hablan de ello. Es urgente que haya una política clara de desmantelamiento de las organizaciones criminales que siembran el terror en áreas claramente identificadas del país. Los colombianos no podemos permitirnos más masacres.