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La semana pasada se produjo un hecho grave para los guerrilleros desmovilizados y para la paz del país. El asesinato del exmiliciano de las Farc Dimar Torres, en Norte de Santander, a manos de miembros del Ejército Nacional, estuvo envuelto entre declaraciones confusas de la que salió muy mal librado el ministro de Defensa, Guillermo Botero. Un alto funcionario como él debería tener entre sus principios de pensamiento y acción esa virtud tan necesaria para alguien que detenta el poder: la prudencia. Afirmar ligeramente que fue un accidente, sin tenerse una investigación al respecto, y después ante la evidencia del crimen desautorizar al comandante de la tropa que pide perdón a la comunidad, no encaja en las grandes responsabilidades de quien lidera las Fuerzas Militares.
Menos aún en un país en el que las heridas de las ejecuciones extrajudiciales, llamadas popularmente falsos positivos, todavía están abiertas. Quienes lideran Colombia deberían trabajar para cerrar las heridas del conflicto y no para abrirlas y recrudecerlas, como en este caso, con palabras infortunadas. Tal situación llevó a que incluso se haya radicado en la Cámara de Representantes una moción de censura contra el mencionado ministro, cuya presentación superó los respaldos exigidos por la ley. A la equivocación de mentir se suman afirmaciones tan delicadas como que "por algo" lo habrían matado, aunque lo peor es que ante la indignación de un mando militar por la actuación de un subordinado ese alto oficial termine reprendido y desautorizado.
Es entendible que la Casa de Nariño salga en defensa de su ministro, para evitar que una moción de censura como la planteada prospere, lo que podría convertirse en un duro golpe para el Ejecutivo, ya víctima de una precaria gobernabilidad. Sin embargo, calificar de "burdo" el argumento usado por los congresistas que impulsan ese proceso, teniéndose tanta evidencia de la ligereza de las afirmaciones del ministro Botero, que en lugar de corregir lo dicho en un comienzo profundizó en calificativos inadecuados y en actitudes muy contrarias a lo que debe ser el respeto de los derechos humanos en el medio castrense.
Contrario a ese deber ser, en el que el responsable de la muerte de Torres (cuyo cadáver reveló signos de tortura) debería recibir un castigo que haga ver que este tipo de actos aberrantes no son aceptables en la institucionalidad, Botero ayuda a generar nuevas desconfianzas en los uniformados al no manifestar su repudio por los hechos criminales, sino incluso dejar en el aire su justificación. Peor aún, es la descalificación pública de las declaraciones del brigadier general Diego Luis Villegas, comandante de la Fuerza de Tarea Vulcano, cuando el militar tuvo la valentía y la humildad de poner la cara y aceptar el error.

El caso reviste mayor gravedad por ser la víctima no solo un desmovilizado de las Farc, sino una persona protegida, lo que tendría consecuencias a la luz del Derecho Internacional Humanitario, peor cuando se supone que existe un acuerdo de paz firmado entre el Estado colombiano y los líderes de esa exguerrilla. Sin embargo, ante mensajes tan ambiguos del ministro de Defensa, las consecuencias infortunadas para su credibilidad son negativas, e incluso para la institucionalidad. Al funcionario que así actúa no le suena bien que exija a los integrantes de la fuerza pública que sean personas impecables en su comportamiento o en su actitud, como lo ha manifestado.