El pasado viernes Colombia se movilizó para rechazar los asesinatos de líderes sociales, ante la preocupante realidad de 482 homicidios en su contra desde enero del 2016 hasta mayo de este año. Fueron grandes marchas en 57 ciudades colombianas y en 53 lugares del exterior, que clamaron por el fin de esa barbarie que atemoriza a las comunidades y trata de cercenar el corazón mismo de la democracia, que es el trabajo desde las bases para buscar bienestar social y calidad de vida por vías pacíficas.
Cifras de la Defensoría del Pueblo señalan que en el último año 982 líderes han recibido amenazas, lo que hace parte del modus operandi de los violentos que terminan matándolos. Esas cerca de mil personas deberían tener hoy toda la protección posible del Estado, pero más que eso debería contarse con una clara estrategia para neutralizar a esos criminales responsables de generar terror en las regiones, y lograr que no haya ni un solo líder más asesinado. No podemos contentarnos con que los ataques mortales han descendido, como si estos asesinatos fueran normales. Lo que hay que lograr es erradicar esa práctica atroz de una vez y para siempre.
Es lamentable que quienes ponen el pecho a la brisa en la defensa de sus comunidades, quienes actúan con valentía para evitar abusos generales, quienes se atreven sin armas a denunciar mafias de todas las pelambres que atacan la sana convivencia, terminen en los cementerios sin que haya contundencia en evitar sus asesinatos. Esas personas son patriotas que deberían ser protegidos como joyas en un medio que requiere de más participación y compromiso ciudadano para sacar adelante al país. Ellos son la masa crítica que puede actuar como recuperadora del tejido social, tan devastado durante décadas de conflicto armado. Dejarlos solos mientras los asesinan es retroceder como sociedad.
Si bien, no ha sido posible señalar con claridad los responsables de esta masacre, que reúne todas las características de una acción coordinada de exterminio, es evidente que quienes tienen intereses en el sucio negocio del narcotráfico, los contrabandistas de gasolina y los mineros ilegales, entre otras mafias, los consideran piedras en el zapato que deben eliminar, porque van en contra de sus mezquinos intereses. Los matan por defender las fuentes de agua, por luchar por los bosques, por denunciar las trampas y las mentiras, por oponerse a que niños y jóvenes sean arrastrados a la delincuencia. Su servicio al país es invaluable y aún no somos conscientes de la gravedad de su aniquilamiento.
Todos debemos sentirnos llamados por su clamor y actuar para cerrar el paso a los enemigos de nuestra sociedad, aquellos que actúan con violencia ante la mirada complaciente de los que fomentan la cultura del más fuerte y desdeñan las expresiones pacíficas de quienes quieren vivir en paz. Hay que proteger a quienes impulsan la sustitución de cultivos ilícitos, a los que reclaman tierras de las que fueron desplazados, a las mujeres que no soportan más abusos, a los que denuncian intereses torcidos de criminales de cuello blanco.
Es necesario que la sociedad se mantenga atenta a lo que pasa con sus líderes y que las expresiones sociales sean más numerosas y frecuentes, como muestra de que somos ya una sociedad sensible, que aspira a ser menos consecuente con el delito y la violencia. El Estado debe brindarles garantías, no solo usando estrategias de seguridad, sino ayudándolos a ser más visibles, escuchándolos, y logrando que haya un bloqueo social más fuerte ante las cobardes acciones de los criminales. Si dejamos de ser cómplices silenciosos, los líderes sociales podrán decir sin miedo lo que piensan.
