Dos masacres que cobran la vida de 10 personas en una semana, en una misma región, pese a que actualmente el Cauca es el departamento más militarizado del país, hablan de la complejidad de un fenómeno que no ha sido intervenido de manera adecuada por el Estado colombiano. En la noche del martes fueron cinco indígenas asesinados, entre ellos la gobernadora de un cabildo Nasa en la zona de Tacueyó, y el jueves las víctimas correspondieron a un equipo de ingenieros y topógrafos que desarrollaban una intervención técnica en el norte del departamento, en el municipio de Corinto.
No son situaciones nuevas. Hace dos meses una candidata a la Alcaldía del municipio de Buenos Aires fue masacrada al lado de sus acompañantes, y pese a que en ese momento desde el Gobierno Nacional se afirmó que la situación estaba controlada y que se tomarían medidas para evitar la repetición de hechos similares, vemos que en lugar de remedios hay un preocupante deterioro en el orden público. Queda en evidencia que el Cauca es una región al garete, con énfasis en la presencia de la fuerza pública, pero sin el enfoque necesario de entender bien qué es lo que pasa para poder hacer una intervención más integral y efectiva.
Peor aún es que la llegada creciente de más efectivos de las Fuerzas Militares no venga acompañada de iniciativas orientadas a ganarse la confianza de la gente, y más bien su presencia genere reacciones de rechazo en las comunidades. Con esa orientación ningún batallón, por más numeroso y bien armado que sea, logrará apaciguar la región. Hechos confusos como el del líder Flower Jair Trompeta Paví, quien habría sido retenido por militares y luego torturado y asesinado, no ayudan a que las comunidades se sientan protegidas.
Todo indica que el centro de todas estas muertes tiene relación con los cultivos ilícitos que crecen en amplias zonas de ese departamento, bajo el amparo de diversos grupos delincuenciales que en casos numerosos trabajan para los carteles de drogas mexicanos, los cuales se surten del producto que se produce y procesa en esta zona de Colombia. Comunidades indígenas y otros pobladores de la región se convierten en amenaza para los intereses mezquinos de los criminales, quienes generan estas masacres para intimidar a quienes se atrevan a oponerse a sus actividades ilegales.
Si bien una estrategia de control necesita la presencia militar, como ya se viene impulsando desde el Ejecutivo, faltan más acciones de inteligencia para lograr que caigan los oscuros líderes de esta barbarie. También hay que penetrar con diversas instituciones del Estado que atiendan los múltiples problemas sociales que hay allí, ya que ese es caldo de cultivo para que lleguen las mafias y se apropien de los territorios y manejen a su voluntad las comunidades, las cuales intimidadas y sin el respaldo de nadie sucumben fácilmente a la ilegalidad o terminan eliminadas sin consideración alguna.
Confiamos en que el gobierno del presidente Iván Duque acierte en la nueva intervención de la región, que su idea de llevar la estrategia de las Zonas Futuro, con proyectos productivos que apuntan a profundizar la política de sustitución de cultivos, además de garantizar los canales de comercialización sostenible, tenga éxito. En la medida en que esta no solo sea una reacción de coyuntura, sino que tenga una continuidad que se combine con otras medidas de fondo alrededor de la aplicación del catastro multipropósito, entre otros. Solo así podrán ser superados los factores de la violencia. Si no es así, los anuncios actuales no pasarán de ser solo paños de agua tibia, y más adelante aparecerán nuevas situaciones para lamentar.
