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Todo comenzó con la desproporcionada reacción de un par de agentes de la Policía, que haciendo uso de pistolas taser y bastón de mando, dejaron de tal manera lesionado al abogado y taxista Javier Ordóñez, de 44 años, que el hombre murió poco después de haber sido llevado de urgencias a un centro médico, luego de haber sido conducido a un CAI, donde se presume se agravó la golpiza. Eso ocurrió en la noche del martes, y se conoció gracias a la grabación hecha por un ciudadano del barrio Santa Cecilia, en el sector de Engativá, sur de Bogotá.
En el documento audiovisual se observa que los uniformados no pararon sus agresiones, pese a los ruegos de Ordóñez para que lo soltaran; un episodio muy parecido al sufrido por el afroamericano George Floyd, asesinado en los Estados Unidos en un acto similar de brutalidad policial que también despertó el rechazo y violentas protestas en ese país.
El miércoles el alzamiento social por ese hecho indignante no se hizo esperar y, en otra reacción desproporcionada, algunos manifestantes se dedicaron a hacer vandalismo con los bienes públicos y a atacar instalaciones de la Policía en varios lugares de la capital de la República, además de Transmilenio y otros lugares. Después vino lo peor, que se traduce en diez civiles muertos y cerca de 379 heridos, entre ellos 66 con armas de fuego, que evidencian un innegable uso excesivo de la fuerza, que genera repudio y rechazo general.
Ahora bien, hay que entender que no es la institución misma, la Policía, la que está cometiendo los abusos, sino que son agentes que pierden el control y reaccionan de manera violenta, cuando deberían concentrarse en apaciguar los ánimos. No puede haber generalizaciones en ello, aunque sí le compete al Gobierno y a los jefes de la institución policial analizar los hechos e involucrarse en la búsqueda de soluciones en el interior, para evitar que estas reacciones desproporcionadas se repitan.
De hecho, se confirma la necesidad de profundizar el trabajo en el respeto de los derechos humanos, en la formación integral de los uniformados y hasta de una reforma que le devuelva a la institución su calidad de cuerpo civil, no armado. Casos como el de Dilan Cruz, el año pasado en Bogotá, o el del afrocolombiano Ánderson Arboleda, en Puerto Tejada (Cauca) hace tres meses, han alimentado los sentimientos en contra del organismo armado. Las muertes del pasado miércoles tampoco pueden quedar impunes.

La violencia y el caos son los peores caminos que pueden tomarse en conflictos como los que se vivieron esta semana en Bogotá. En un momento en el que más se necesita que la Policía recupere la confianza entre las comunidades, actuaciones como las de los agentes que atacaron a Ordóñez o de los que dispararon sus armas de dotación en contra de la muchedumbre enardecida, solo logran que haya más sentimientos de rechazo en amplios sectores de la población. Pese a ello, lo que debe quedar claro es que eso tampoco justifica que aparezcan los vándalos y que sus acciones se enfoquen en atacar a los policías o que hagan estragos en bienes públicos, como los CAI. A la brutalidad de unos policías no se puede responder con brutalidad colectiva.