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La amnistía que la Justicia Especial para la Paz (JEP) le otorgó a la exguerrillera de las Farc Marilú Rodríguez Baquero, conocida como la Mata Hari, quien fue clave en el ataque que la entonces agrupación armada ilegal ejecutó en contra de la Escuela Superior de Guerra el 19 de octubre del 2006, ha causado indignación en diversos círculos de la opinión pública colombiana. De acuerdo con el fallo, ni la escuela ni los 14 militares heridos (de 23 personas en total) pueden ser considerados víctimas, ya que el atentado se enmarcó en el Derecho Internacional Humanitario.
Esa delicada determinación llevó a que las voces más críticas con esa jurisdicción digan hoy que tenían razón cuando advirtieron de que esa instancia solo buscaría beneficiar a los exguerrilleros, y que significaría impunidad. Hay, desde luego, responsabilidades individuales de los excombatientes que no pueden ser ignoradas y que deberían recibir algún tipo de castigo.
El hecho de que legisladores como el propio Iván Cepeda, del Polo Democrático, estén diciendo que no comparten lo hecho por la JEP en este caso específico, es un argumento adicional a la equivocada determinación que se tomó en este caso, la cual ensombrece el panorama acerca de cómo serán los fallos de otros tan graves como ese atentado con carrobomba. Esa jurisdicción debe tener claro que obtener verdad, justicia, reparación integral a las víctimas y compromiso de no repetición es lo fundamental; la prioridad no puede ser amnistiar a los perpetradores.
La JEP es, sin duda, una instancia necesaria para avanzar en la pacificación real y duradera del país, por lo que no es momento de insistir en su desmonte, pero tampoco pueden pasarse por alto las posibles equivocaciones en las que incurran sus magistrados. 
Es compresible, en este marco, que numerosas víctimas se muestren inconformes con las versiones que vienen entregando los exguerrilleros de las Farc alrededor de los evidentes crímenes de secuestro que se cometieron, y que ellos en forma cínica siguen llamando retenciones. La verdad es que los desmovilizados que son juzgados por esa justicia transicional parecieran haber regresado al discurso anterior a la firma del acuerdo de paz, al no admitir sus innegables responsabilidades en el conflicto armado.
No hay manera de negar que las acciones terroristas que coartaron la libertad de miles de personas durante el conflicto constituyeron delitos, con lamentables efectos físicos y sicológicos. De hecho, ese es el reclamo de 1.908 víctimas que sufrieron de secuestros simples y extorsivos, tomas de rehenes y desapariciones forzadas de familiares. Razón tiene, en este sentido la exsenadora Ingrid Betancourt en reclamar ante la JEP que los relatos de los exguerrilleros que en su caso la mantuvieron privada de su libertad durante seis años, son imprecisos, y que además en varias ocasiones se sintió a punto de ser asesinada. No hay cómo justificar que los secuestrados recibieron buen trato cuando su libertad era mancillada.

La verdad de lo ocurrido implica una aceptación concreta de los delitos cometidos y una muestra real de arrepentimiento, lo cual no parece estar en la mente de muchos exguerrilleros. Sin esas claridades no será posible alcanzar justicia, y menos aún reparación a las víctimas, que solo esperan respeto y no revictimización. Ojalá que la JEP demuestre que, si bien es una justicia especial transicional, que no otorga castigos similares a los de la justicia ordinaria, sí está dispuesta a evitar que se justifiquen delitos de los que hay suficientes pruebas, y que implicaron que de manera voluntaria se les causara daños a miles personas.