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Un informe publicado la semana pasada en este diario dio cuenta de las obras construidas por las Farc cuando imperaba su dominio en gran parte del municipio de Samaná, en el oriente de Caldas, y sus acciones eran tan cotidianas y permanentes en esos lugares, que ese grupo subversivo reemplazaba al Estado no solo en imponer normas a su amaño, sino que incluso construían carreteras, acueductos y escenarios deportivos, como ocurrió en la vereda Guacamayal del corregimiento de Encimadas. Debemos recordar que a comienzos de la década pasada había lugares vedados para las mismas Fuerzas Militares y más aún para las autoridades civiles, que en diversos casos gobernaban a distancia.
Fueron momentos muy complejos para la seguridad en Colombia, y en medio de un agudo conflicto armado en el que también actuaban ferozmente los paramilitares, comunidades enteras fueron desplazadas de sus territorios que se convirtieron en las razones de disputa entre los actores de la guerra. Casos como el de El Congal, también en Samaná, ilustran de manera clara lo ocurrido en esa región a la que apenas empieza a regresar el Estado, o tal vez a estar por primera vez, porque la realidad de poblados como ese es que surgieron y crecieron, prácticamente, con nulo acompañamiento estatal, convirtiéndose en caldo de cultivo para que los violentos impusieran su ley, sin encontrar mayor resistencia de una comunidad acostumbrada a sobrevivir en medio del abandono.
Además, aún con deficiencias técnicas, si alguien llega a pavimentar calles, hacer canchas de fútbol y construir acueductos, resulta lógico que la gente sienta agradecimiento y exprese algún tipo de respeto y complacencia, pese a que también sea consciente de la ilegalidad de su origen. Eso es lo que ocurre cuando hay ausencia del Estado, o cuando la presencia es únicamente militar, distante y a veces hostil con unos pobladores que no han tenido más opción que abrirles la puerta a quienes llegan a, supuestamente, mejorar las cosas.
Hoy vemos panoramas muy parecidos en otros poblados de nuestra geografía nacional en los que pulula la coca. Actores armados patrocinados por narcotraficantes imponen normas de conducta en esos territorios, sin que los campesinos tengan más alternativa que los cultivos ilícitos para garantizar la subsistencia con sus familias, y en lugar de presencia del Estado, distinta a la militar, se ven obligados a cumplirles a quienes establecen verdaderos paraestados, sin importar si tienen o no ideologías políticas afines o contrarias a sus formas de ver el mundo.
Por eso, tienen razón quienes piensan que para vencer el narcotráfico y lograr la erradicación de los cultivos de coca en el país, más que aspersiones aéreas con glifosato o castigos para los campesinos que la siembren, lo que se necesita es que el Estado llegue a esos lugares, tal vez por primera vez, con el propósito de ganarse el respeto de los pobladores construyendo vías, haciendo acueductos, escuelas, centros de salud y escenarios deportivos, esos sí legales y técnicamente bien hechos, y con alternativas económicas para que los campesinos remplacen la siembra de coca por cultivos legales que, además, ayuden a fortalecer el agro colombiano. 

Para ello no se requiere paternalismo, sino voluntad estatal para lograr que las comunidades participen en la construcción de su propio desarrollo. De otra manera, seguiremos en el círculo vicioso de mantener abonado el camino para que los ilegales y violentos impongan las condiciones. De hecho, si al oriente de Caldas el Estado no acude a solucionar los problemas que plantean las comunidades, no sería extraño que en el futuro lleguen otros violentos a mandar y a disponer. Ojalá que hayamos aprendido y que semejante problema sea solo cosa del pasado.